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EPÍSTOLAS INTRODUCCIÓN La literatura epistolar del Nuevo Testamento Veintiuno de los veintisiete libros que forman el NT pertenecen al género epistolar. Son cartas escritas con el fin de dirigir, aconsejar e instruir en sus primeros desarrollos a iglesias recién formadas, o para ayudar a los responsables de pastorearlas y administrarlas. En el libro de los Hechos de los Apóstoles se relata cómo la fe cristiana comenzó a propagarse por Palestina, Asia Menor y diversos puntos de Grecia en los años que siguieron a la ascensión del Señor. La rapidez de esta expansión vino muy pronto a revelar que el trabajo misionero no se reducía a promover pequeños grupos de creyentes en diversos lugares, sino que exigía, además, mantener con las nuevas comunidades una relación vital que contribuyera a edificarlas espiritualmente y a orientar su conducta de acuerdo con los dictados de su fe en Cristo. Como consecuencia de dicha necesidad, el anuncio del evangelio, básicamente oral al principio, hubo de ser suplementado no mucho tiempo después con la comunicación por carta. Esto hizo posible a los predicadores continuar su labor de extensión misionera sin por ello abandonar la atención de las iglesias ya establecidas. Las epístolas, lo mismo que los restantes libros del NT, están escritas en griego, lo que no significa que el estilo literario epistolar estuviera especialmente difundido en el mundo griego de la época. Sí lo estaba entre los romanos, que hicieron uso normal del correo como instrumento idóneo para vincular la metrópoli con las legaciones políticas y militares de servicio en las provincias del imperio. En cuanto a Israel se refiere, el AT nos ha conservado el texto de algunas cartas importantes (cf. 2 S 11.15; 1 R 21.9–10; Esd 4.11–16; 4.17–22; 5.7–17; Neh 2.7–9; 6.6–7; Jer 29.4–23) y la mención de otras (Est 9.20, 25,30; Is 39.1). El NT, aparte de las epístolas que componen el canon, incluye la copia de otras dos en el libro de Hechos (15.23–29 y 23.26–30), además de las siete dirigidas a las iglesias de Asia Menor (Ap 2 y 3). Clasificación de las epístolas De acuerdo con ciertas características comunes, podemos agrupar del siguiente modo las epístolas del NT:
El título que recibe cada grupo está inspirado en el tema o en el propósito general de las cartas que lo integran, o en las circunstancias que rodearon su redacción. Algunos de los títulos se explican por sí mismos y no precisan de mayores comentarios, pero en los siguientes casos conviene hacer alguna aclaración: Primeras epístolas: es un epígrafe que hace referencia a la época en que fueron compuestas. No solo se considera que son los escritos más antiguos del apóstol Pablo, sino incluso de todo el NT. Grandes epístolas: entre ellas se incluye Gálatas, a pesar de la brevedad del texto. La razón está en su cercano parentesco temático con Romanos, lo cual requiere considerarlas juntamente. Epístolas de la prisión: cuando Pablo redactaba estas cartas, se hallaba cautivo en algún lugar que no ha logrado determinarse. Muchos piensan que se trataba de Roma; otros muchos sugieren Éfeso; pero, en realidad, ni siquiera puede afirmarse con certeza que las cuatro epístolas hayan sido escritas desde una misma prisión. Epístolas pastorales: corresponden a un tiempo en que el cristianismo, habiendo ya progresado en la fijación de la doctrina y en la elaboración de la estructura eclesial, necesita ordenar administrativa y pastoralmente su vida y su trabajo. Epístolas universales (o generales): comenzó a aplicarse este título en el s. II, cuando aún estaba formándose el canon de los libros del NT. Significa que las siete cartas del grupo (salvo 2 Jn y 3 Jn, que fueron incluidas aquí por su parentesco con 1 Jn) no están dirigidas a un destinatario determinado, sino a la generalidad de los creyentes. Características del género epistolar La estructura literaria de las epístolas apostólicas no es uniforme. Incluso algunas de ellas (Hebreos y Santiago) parecen más bien sermones o tratados doctrinales, a los que, por alguna razón pastoral, se les agregó algún aspecto de carácter epistolar (como el cap. 13 de Hebreos o el comienzo de Santiago.) Las cartas que con mayor propiedad pueden llamarse así responden, en términos globales, al modelo clásico romano, que consistía en: a) un saludo inicial, precedido de la presentación del autor y la indicación del destinatario; b) el texto o cuerpo de la carta propiamente dicho, y c) la despedida, que incluía saludos de personas conocidas del autor y del receptor, y saludos para esas personas. Los autores cristianos modificaron en ocasiones este modelo de carta en algunos de sus detalles. Por ejemplo, en lugar de la característica salutación inicial romana "Salud", Pablo introduce al comienzo de casi todas sus epístolas una expresión más compleja, que da testimonio de su fe: «Gracia y paz [o también: «Gracia, misericordia y paz»] a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (cf., como ejemplo, Ro 1.7). Estas palabras van normalmente seguidas de una acción de gracias o de una oración en favor de los destinatarios de la carta. Del mismo modo, la despedida no se limita al escueto y frío «Pásalo bien» que leemos, por ejemplo, en la carta del tribuno Claudio Lisias al gobernador Félix (Hch 23.30), sino que a menudo incluye, junto a saludos personales, una exhortación, bendición o doxología, que es como una final afirmación de su fe con que el autor cierra sus escritos. Redacción de las epístolas En la época en que nacieron las epístolas neotestamentarias era práctica habitual que el autor dictara el texto a un asistente o amanuense. Es muy probable que Romanos fuera dictada por el apóstol Pablo a un creyente que se identifica a sí mismo como «Tercio, que escribí la epístola» (Ro 16.22). En ocasiones, el autor no se valía de un escribiente sino de un auténtico secretario, quien, una vez informado de los asuntos por tratar, se encargaba de componer y redactar la carta de principio a fin. En cualquier caso, también era usual que, al término del escrito, el propio autor añadiera, de su puño y letra, su nombre y unas pocas palabras de saludo (cf. 1 Co 16.21, Gl 6.11 y, quizá, 1 P 5.12). También sucedía a menudo que un libro, cuyo autor quería ofrecer el pensamiento o las enseñanzas de un personaje de reconocido prestigio, era publicado con el nombre de este último, sin importar si vivía o si ya había muerto. En tales casos de nombre o título figurado (pseudonimia o pseudoepigrafía), el autor, evidentemente, permanecía anónimo. Este proceder, admitido en los usos literarios de la antig:uedad hebrea, griega y latina, posiblemente se introdujo en ocasiones en el NT, especialmente en el género epistolar. Sin embargo, sea como fuere, la autoridad de las Escrituras, soporte de la fe cristiana y norma de la vida y la conducta del pueblo de Dios, en nada quedó por ello menoscabada.
Reina-Valera 1995—Edición de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998. |