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Análisis del Libro del Profeta Isaías El Profeta. Hijo de Amós, profetizó durante los reinados de Uzías, Jotam, Acaz y Ezequías. Visto generalmente como el más grande de los profetas del Antiguo Testamento. Palabra Clave: Salvación, el nombre de Isaías significa "Salvación de Jehová" El profeta y su medio Isaías hijo de Amoz ejerció su actividad profética en Judea, desde «el año en que murió el rey Uzías» (6.1), el 738 a.C., hasta probablemente los albores del s. VII; un período que conoció los reinados de Jotam, Acaz y Ezequías (1.1). Se sabe que a la esposa de Isaías se la llamaba «la profetisa», quizá porque su marido era profeta, y que tuvo por lo menos dos hijos, que recibieron sendos nombres simbólicos: Sear-jasub (que significa «un remanente volverá», 7.3) y Maher-salal-hasbaz (o «muy pronto llegarán saqueo y destrucción», 8.3). Ciertos datos dispersos entre los capítulos 1 y 39 del libro revelan a Isaías como un hombre influyente, miembro quizá de la clase aristocrática de la Jerusalén del s. VIII y dotado de autoridad. Su alta posición social se revela en la libertad con que se movía en los medios cortesanos (7.3–17; 39.3; cf. 37.2) e intervenía en asuntos de estado (cf., p.e., 37.5–7) o se relacionaba con sacerdotes y altos cargos de la capital del reino (8.2). Desempeñó Isaías su ministerio en una época muy conflictiva, llena de violencia y marcada por la pertinaz hostilidad de Israel (el reino del norte) y Siria, que «en los días de Acaz hijo de Jotam» se aliaron contra Judá y «subieron contra Jerusalén para combatirla» (7.1–2a). Sucedió también que «en el año catorce del rey Ezequías, Senaquerib, rey de Asiria, subió contra todas las ciudades fortificadas de Judá, y las tomó» (cap. 36–37). Y aún más, en el 721 a.C., Sargón II, sucesor del rey Salmanasar, conquistó y arrasó la ciudad de Samaria (2 R 17.3–6), poniendo fin con su destrucción a la independencia nacional del reino de Israel, que desde entonces quedó reducido a la simple condición de provincia del imperio asirio. El libro y su mensaje Los 66 capítulos de este libro de Isaías (=Is) pueden agruparse en tres grandes secciones, formadas respectivamente por los cap. 1–39, 40–55 y 56–66. En la primera sección, Isaías condena con dureza los pecados y la infidelidad de su pueblo, que con su conducta ofende a Dios, el Santo de Israel. Porque el Señor, cuya gloria y santidad ensalzan los serafines (6.1–3), es un Dios justo, que exige justicia de parte de quienes le tributan adoración; pero mientras no deje de oírse en el pueblo el clamor de los oprimidos (5.7), mientras las manos de los que ofrendan y sacrifican estén manchadas de sangre inocente (1.15–17), el culto del Templo no será otra cosa que un mero ceremonial insincero y vacío de contenido. Isaías dedicó gran parte de su mensaje a los responsables políticos y militares de Judá, especialmente a aquellos que confiaban en salvar el país mediante pactos y acuerdos con otras naciones (cf. 30.1–5). La proclama profética de Isaías estuvo en todo momento ligada al acontecer histórico de la época; así fue en la guerra «siro-efraimita», a la que se refieren los cap. 6–12, llamados «Libro del Emanuel» (7.14); e igualmente en el asedio puesto a Jerusalén por Senaquerib, rey de Asiria (cap. 36–37). Pero junto a los pronósticos del juicio contra Jerusalén y contra toda Judá, el profeta prevé también el tiempo glorioso de la venida del Mesías. Cuando él llegue se cumplirán las esperanzas de Israel, se harán realidad las palabras del anuncio: «El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; a los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos. Multiplicaste la gente y aumentaste la alegría» (9.2–3). En esta primera sección aparecen mezclados algunos mensajes que corresponden a diversos contextos históricos. Es el caso de los oráculos contra naciones paganas recogidos en los cap. 13–23, o el «apocalipsis de Isaías» en 24–27, o los poemas de 34–35, o los relatos de 36–39. Los capítulos 40 a 55 constituyen la segunda sección. Son como un vibrante discurso de consuelo, dirigido a los israelitas exiliados en las lejanas tierras de Babilonia. La esperanza de un próximo retorno a la patria es el anuncio con que el Señor, mediante la palabra del profeta, pone alegría en el corazón de los desterrados. El rey persa Ciro fue el instrumento escogido por Dios para llevar a cabo la liberación y repatriación del pueblo (44.28; 45.1–4), descritas a veces con palabras que evocan el éxodo de Egipto (43.18–19). La confianza en Jehová, Creador de todas las cosas, es un tema recurrente en esta sección. Él es Señor del universo y nada escapa a su dominio (cf. 40.28; 41.1–4; 42.5; 45.11–13; 51.1–3, 6, 13–16). Y es asimismo el Dios que, habiendo escogido primero a Israel, lo entregó luego, a causa de su infidelidad, en manos de sus enemigos (47.6). Pero él nunca olvidó a su pueblo elegido, y así un día, en un momento preciso, lo liberará haciendo uso del mismo poder que desplegó en la creación del mundo (40.28–31; 51.15–16). Pasajes importantes de esta sección son los cuatro conocidos «Cánticos del Siervo de Jehová» (42.1–9; 49.1–6; 50.4–11; 52.13–53.12), que consideran la figura del auténtico creyente, de aquel que, aun a costa de duros sufrimientos personales, se mantiene fiel al Señor y proclama públicamente su fe en él. Quien así sea, «será prosperado, será engrandecido y exaltado, será puesto muy alto» (52.13). La iglesia cristiana, desde sus primeros pasos, ha interpretado estos cánticos como un anuncio de los padecimientos, la muerte y la glorificación de Jesucristo, el Siervo del Señor por excelencia. La tercera gran sección del libro (cap. 56–66) consta de una variada serie de mensajes, dirigidos sin duda a los judíos repatriados de Babilonia. La condiciones históricas que se describen aquí parecieran indicar que esta parte de la profecía de Isaías se refiere a una época posterior a las que hacen referencia las dos grandes secciones anteriores. El profeta trata aquí de luchar con el desánimo que se había apoderado de quienes, faltos de medios y soportando la enemistad de las naciones vecinas, trabajaban por reconstruir la suya y devolver a Jerusalén su antiguo esplendor. La causa de los males, proclama el profeta, está en el pecado. La salvación definitiva no alcanza a Israel porque se lo impiden los graves pecados en que incurren el pueblo y sus malos gobernantes (56.9–12): corrupción del derecho y la justicia (59.14–15), perversión de los valores y las prácticas de la religión (57.4–5, 9; 58.1–14; 59.12–13; 65.3–5; 66.3) y comportamientos inmorales (59.3, 6–7). Sin embargo, el Señor hará que un día Jerusalén resplandezca, pues él, que es fiel a sus promesas, así lo anuncia por medio del profeta: «Ha venido tu luz y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti» (60.1). Entonces, en los «nuevos cielos y nueva tierra» que Dios ha de crear (65.17; 66.22), todas las naciones verán la ciudad de Sión como «corona de gloria en la mano de Jehová» (62.3). Esquema del contenido:
Reina-Valera 1995—Edición de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998. La Biblia de Referencia Thompson, Versión Reina-Valera 1960, Referencia Temática # 4230. |