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El contenido de la Biblia
La explicación de la
sección
Que es
La Biblia? afirma cosas importantes, pero también deja otras sin responder.
Porque si alguien pregunta «¿Qué es la Biblia?», aunque no lo manifieste
expresamente, quiere saber algo más. Ante todo, quiere saber algo de lo que
dice la Biblia. De ahí la necesidad de
completar la respuesta diciendo algo sobre el contenido de la Biblia. La Palabra de Dios es,
ante todo, el relato de una historia que se extiende desde la creación del
mundo hasta el fin de los tiempos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la
Biblia proclama los hechos portentosos de Dios. A través de ellos, Dios se
revela como Señor, Padre y Salvador, a fin de liberar del pecado y de la muerte
a la humanidad pecadora. Esta historia comprende
dos etapas. En la primera, Dios forma para sí un pueblo, eligiéndolo de entre
todas las naciones, para hacer de él una nación santa, un pueblo sacerdotal y
su posesión exclusiva (cf.{cf. compárese} Ex 19.3–6). La segunda está
centrada y resumida plenamente en Jesucristo muerto y resucitado, cuyo
acontecimiento pascual constituye la revelación definitiva de los designios de
Dios. A la luz de este relato
bíblico, la historia humana se manifiesta en su verdadero sentido; es decir, no
como el producto del azar o de un destino ciego, sino como un proceso que está
en las manos de un Dios personal, de quien todo depende y que todo lo conduce
según el plan que “se había propuesto realizar en Cristo”. Y este plan
consiste en «unir bajo el mando de Cristo todas las cosas, tanto en el cielo
como en la tierra (Ef 1.9–10 DHH{DHH Dios Habla Hoy (Versión popular española)}3). En esta historia se sitúa,
en primer lugar, el largo proceso de formación del Antiguo Testamento, paralelo
a la vida del pueblo de Israel. Después de la muerte y la resurrección de
Cristo, y por la acción del Espíritu santo, nace la iglesia cristiana, y en
ella se va formando progresivamente el Nuevo Testamento. A continuación
enumeramos brevemente las grandes etapas de esta historia milenaria. La historia de los orígenes.
El primer libro de la Biblia lleva el nombre de Génesis, palabra griega que
significa «origen». El Génesis es el libro de los comienzos: comienzos del
mundo, de la humanidad y del pueblo de Dios. En sus primeros capítulos
(1–11), el Génesis presenta un vasto panorama de la historia humana, desde la
creación del mundo hasta Abraham. Estos relatos—tan conocidos, pero casi
siempre tan mal comprendidos—ponen de manifiesto aspectos esenciales de la
condición humana en el mundo. A los seres humanos les
corresponde el honor de haber sido creados «a imagen de Dios» (Gn 1.26–27).
Pero al separarse de Dios por el pecado, la humanidad eligió para sí un camino
de muerte. En el origen de esta rebeldía está la pretensión de «ser como
Dios» (Gn 3.5), es decir, en vez de ordenar todas sus acciones de acuerdo con
la voluntad divina, el primer hombre y la primera mujer se constituyeron a sí
mismos en norma última de sus decisiones, usurpando el lugar que le corresponde
exclusivamente a Dios. El pecado rompió los
lazos de amistad con Dios, y así entraron en el mundo el sufrimiento y la
muerte. A su vez, la pérdida de la amistad divina trajo como consecuencia la
ruptura entre Dios y el hombre, entre el hombre y la mujer, entre la especie
humana y el resto de la creación. La rebelión contra Dios
está presente en todos estos relatos del Génesis. El pecado prolifera, se
diversifica y se extiende cada vez más a medida que aumenta la humanidad. Pero
el pecado y el castigo no tienen la última palabra, porque Dios reconstruye
misericordiosamente lo que la soberbia humana había destruido: Después del
diluvio, la humanidad es reconstituida a partir del justo Noé; después de la
dispersión de Babel, a través de la elección de Abraham. Por eso en el marco
descrito por estos relatos se va a desarrollar la «historia de la salvación»,
es decir, la serie de acciones divinas destinadas a liberar a la humanidad del
pecado y de la muerte. La humanidad pecadora ya no era capaz de salvarse a sí
misma. Sólo la gracia de Dios podía traer al mundo la salvación. De ahí que
la historia relatada en la Biblia sea la historia de nuestra redención. Los patriarcas. Los once
primeros capítulos del Génesis nos revelan algo del origen y del misterio de
la condición humana; la historia de los patriarcas, que viene a continuación,
presenta la primera etapa en la formación del pueblo de Dios. Dios vuelve a intervenir
en la historia de este mundo, pero lo hace de un modo nuevo. Ya no actúa para
condenar a los culpables o para dispersar a los seres humanos, sino para dar
cumplimiento a su plan divino de salvación. Abraham, el «padre de
los creyentes», escucha la palabra de Dios y emprende un camino que lo arranca
del pasado y lo proyecta hacia el futuro: «Deja tu tierra, tus
parientes y la casa de tu padre,para ir a la tierra que yo te voy a mostrar. Con tus descendientes
voy a formar una gran nación; voy a bendecirte…» (Gn 12.1–2) El designio divino de
salvación comienza humildemente, con un solo hombre Abraham y su familia. Pero
desde el comienzo tiene una destinación universal, porque la elección de
Abraham redundará al fin en beneficio de todas las naciones: «Con tus descendientes
voy a formar una gran nación…Por medio de ti bendeciré a todas las familias
del mundo». (Gn 12.2–3; cf.{cf. compárese} 13.14–17; 15.5; 22.17–18) Al leer a continuación
los otros relatos del Génesis, donde el designio divino parece limitarse a
algunas personas escogidas, es preciso no perder de vista el contenido de esta
promesa. Isaac primero, y Jacob
después, fueron los herederos de la promesa divina (Gn 26.4; 28.13–15). José
fue vendido por sus hermanos, pero gracias a él la familia de Jacob llegó a
Egipto y se salvó de la hambruna. Así quedó preparado el escenario para la
gran liberación que relata a continuación el libro del Éxodo. El éxodo. El éxodo de
Egipto constituye uno de los momentos más decisivos en la historia de la
salvación. Dios se reveló a Moisés como el Dios de los padres y el Dios
salvador, que oyó el clamor de su pueblo y decidió acudir en su ayuda. Le dio
a conocer su nombre de Yavé y lo envió a presentarse ante el Faraón, rey de
Egipto. Luego de muchos
contratiempos, los israelitas salieron de Egipto, y «con ellos se fue muchísima
gente de toda clase» (Ex 12.38). Esta breve referencia es importante, porque
nos da a entender que la unidad del pueblo de Dios no depende, ante todo, de un
común origen racial. Después de la liberación
viene la alianza. Al llegar al monte Sinaí, el Señor sale al encuentro de su
pueblo y establece con él un pacto o alianza. Esta alianza no es un contrato
bilateral, es decir, un convenio ordinario entre dos partes que han discutido
sus términos antes de concluirlo y firmarlo. Es una disposición divina, que el
Señor concede gratuitamente, por una libre iniciativa de su gracia. Esta alianza hace del
pueblo elegido un pueblo santo, puesto aparte por Dios y consagrado al servicio
de Dios entre todos los pueblos de la tierra (Ex 19.3–8). La historia de esta
liberación quedó grabada como un sello indeleble en la memoria del pueblo de
Israel. A partir de aquel momento, Dios nunca dejó de presentarse con estas
palabras: «Yo soy el Señor [Yavé] tu Dios, que te sacó de Egipto, donde eras
esclavo» (Ex 20.1). A continuación, el
libro del Levítico dicta un conjunto de normas para el ejercicio del culto en
Israel, el pueblo sacerdotal, consagrado al servicio del Señor. La marcha por el
desierto (narrada especialmente en el libro de Números). En medio de las
asperezas del desierto, en su marcha hacia la Tierra prometida, el pueblo padeció
hambre y sed. Estas penurias le hicieron añorar el pescado y las legumbres que
comían en Egipto (Nm 11.5), y más de una vez se rebeló contra el Señor y
contra Moisés: «¿Para qué nos trajo el Señor a este país? ¿Para morir en
la guerra, y que nuestras mujeres y nuestros hijos caigan en poder del enemigo?
¡Más nos valdría regresar a Egipto!» (Nm 14.3). La libertad se les hacía
una carga demasiado pesada y sentían nostalgia de la esclavitud. Entonces el Señor
hizo brotar agua de la roca y los alimentó con el maná. Al término de esta
marcha, antes de pasar el Jordán, Moisés instruye por última vez a Israel,
como lo recuerda el libro del Deuteronomio. Josué. El libro que
lleva el nombre de Josué, el sucesor de Moisés, celebra el asentamiento de las
tribus hebreas en la Tierra prometida. Un simple vistazo al conjunto del libro
nos hace ver que consta de tres partes: la conquista de Canaán (caps. 1–12),
la distribución de los territorios conquistados (caps. 13–21) y la unidad de
Israel fundada en la fe (caps. 22–24). Después de cruzar el
Jordán, los israelitas llegados del desierto encontraron a su paso ciudades
fortificadas y carros de guerra. Y si lograron infiltrarse en el país, fue más
por la astucia que por el empleo de las armas. En realidad, la
conquista no fue una hazaña de los hombres sino una victoria del Señor. Por
eso el relato adquiere por momentos los contornos de epopeya maravillosa: los
muros de Jericó se derrumban, el sol se detiene, los cananeos son presa del pánico,
porque es el Señor el que se pone al frente del pueblo y combate a favor de él.
En estas «guerras de Yavé», el arca de la alianza era el símbolo de la
presencia del Señor en medio de su pueblo. De ahí un tema
fundamental en el libro de Josué: Israel tiene que dar gracias a Yavé, su
Dios, que ha dado como herencia a su pueblo la tierra de Canaán. El libro concluye con el
relato de la alianza de Siquem. Josué rememora, ante la asamblea de los
israelitas, las acciones que realizó el Dios de Israel en favor de su pueblo.
Luego les propone una alianza, y esta queda sellada sobre una doble base: la fe
común en Yavé y el reconocimiento de una misma ley (cap. 24). El libro de los Jueces,
que viene a continuación, nos dará una imagen un poco más matizada de este
período histórico. Los jueces. Después de
la muerte de Josué sobrevino para las tribus de Israel una etapa difícil: es
la así llamada «época de los jueces». Es importante notar que
estos «jueces» no eran simples magistrados que administraban justicia, sino «caudillos»
(o, como suele decirse, «líderes carismáticos») que el Señor fue suscitando
en los momentos de crisis para liberar a su pueblo de la opresión. Cuando una o
varias tribus israelitas se veían amenazadas por un ataque enemigo, estos
caudillos—llenos del «espíritu del Señor»—se levantaron para combatir a
los enemigos de su pueblo (cf.{cf. compárese} Jue 3.10; 11.29). Las amenazas provenían
de los pueblos vecinos de Israel. Poco después de la entrada de los israelitas
en Canaán, tuvo lugar, a su vez, el asentamiento de los filisteos en la costa
sur de Palestina (hacia el año 1175 a.C.{a.C. antes de Cristo}). Estos se
organizaron en cinco ciudades—la famosa Pentápolis filistea—, y por su
poderío militar y su monopolio del hierro constituyeron un peligro constante
para los israelitas. La hostilidad de los filisteos, sumada a la que provenía
de los nativos del país (los cananeos) y de los pueblos vecinos (madianitas,
moabitas, amonitas, etcétera), llegó algunas veces a poner en peligro la
existencia misma de las tribus hebreas. Cuando se producía una
de estas crisis, el Señor suscitaba un «juez» o caudillo, que obtenía para
su pueblo una victoria más o menos resonante. Estos héroes actuaron en
distintos lugares y en distintas épocas, y cada uno a su manera. Gedeón, por
ejemplo, reunió varias tribus para ir al combate; Sansón, en cambio, fue un héroe
de fuerza extraordinaria, que más de una vez puso en grave aprieto a los
filisteos. Además, la misión de los jueces era personal y temporal: una vez
pasado al peligro, ellos solían volver a sus ocupaciones ordinarias. El «Cántico de Débora»
(Jue 5) muestra muy bien cómo se encontraba el pueblo de Israel durante el período
de los jueces. El poema celebra la victoria de una coalición de tribus hebreas
contra los cananeos, en la llanura de Jezreel. Según Jueces 5.14–17, seis de
las tribus respondieron a la convocatoria hecha por Débora: Efraín, Benjamín,
Maquir (Manasés), Zabulón, Isacar y Neftalí. En cambio, otras cuatro
tribus—Rubén, Galaad (Gad), Dan y Aser—son recriminadas severamente por no
haber socorrido a sus hermanos. Las tribus del sur—Judá, Simeón y Leví—ni
siquiera se mencionan, sin duda porque una especie de barrera las separaba de
las otras tribus. Uno de los principales enclaves que se interponían entre el
norte y el sur era la fortaleza de Jerusalén, que aún estaba en poder de los
jebuseos (Jos 15.63; Jue 19.10–12). El libro de los Jueces
pronuncia un juicio severo sobre la situación religiosa de Israel en aquel período.
Los israelitas pasaban por un proceso de sedentarización y de cambio a nuevas
formas de vida. Y la asimilación de algunas costumbres cananeas (relacionadas,
sobre todo, con el ejercicio de la agricultura) introdujo prácticas religiosas
contrarias al auténtico culto de Yavé. Estas prácticas estaban relacionadas
con Baal, el dios cananeo de la fecundidad. De este dios se esperaba que diera
fertilidad a la tierra, buenas cosechas de granos y abundancia de vino y aceite. También es severo el
juicio que se pronuncia sobre la falta de unidad y de organización política
entre los grupos hebreos: «Como en aquella época aún no había rey en Israel,
cada cual hacía lo que le daba la gana» (Jue 17.6; cf.{cf. compárese} 18.1;
19.1; 21.25). En la etapa siguiente,
la institución de la realeza vino a atemperar de algún modo aquel estado de
anarquía. Samuel y Saúl. Los
libros de Samuel, que vienen a continuación, se refieren a este proceso de
consolidación; uno de los momentos más importantes en la historia bíblica. Es
la época en que Israel se constituyó como unidad política, al mando de un
rey. El primer libro de
Samuel consta de tres secciones. Cada una de ellas gira en torno a uno o dos
personajes centrales: Samuel (caps. 1–7), Samuel y Saúl (8–15), Saúl y
David (16–31). La primera de estas
figuras centrales es la de Samuel, el niño consagrado al Señor que llegó a
ser profeta. Como sucede con frecuencia en la Biblia, el hijo concedido a la
mujer estéril tiene un destino especial. El relato de la vocación de Samuel
presenta tres elementos que aparecen en todos los relatos de llamamiento al
profetismo: la iniciativa de Yavé, la comunicación del mensaje que debe
transmitir, y la respuesta del que ha sido llamado (1 S 3; cf.{cf. compárese}
Ex 3.1–12; Is 6; Jer 1.4–10; Ez 13). Más tarde, el intento
de organizar a las tribus israelitas bajo la forma de un estado monárquico
comienza con Saúl. Él, como los antiguos jueces de Israel, fue el libertador
elegido por Dios (1 S 10.1). El espíritu del Señor vino sobre él, y lo impulsó
a emprender una guerra de liberación contra los amonitas (1 S 11.1–13). Y
cuando regresó victorioso de su campaña libertadora, Saúl fue proclamado rey. Con esta proclamación,
la realeza quedó instituida en Israel. Muerte de Saúl y
reinado de David. Después de narrar las primeras victorias de Saúl, la Biblia
presenta dos trayectorias que siguen un curso contrario. El joven David, que se
había puesto al servicio del rey Saúl, se fue ganando cada vez más el amor y
la simpatía del pueblo (1 S 18.6–7). Este hecho despertó la envidia y el
odio del rey, que comenzó a perseguirlo despiadadamente. Así comenzaron a
contraponerse la carrera ascendente de David, que culminó con su elevación al
trono, y la curva descendente de Saúl, que terminó en la derrota y en la
muerte. La muerte de Saúl dejó
libre el camino a David, que primero fue proclamado rey de Judá (2 S 2.4), y
luego, cuando las tribus del norte fracasaron en su intento de organizarse por sí
mismas, también fue reconocido como rey de Israel (2 S 5.1–3). Un momento decisivo en
la trayectoria histórica de David fue la conquista de Jerusalén. El rey
convirtió esa ciudad jebusea en capital de su reino (2 S 5.9–16) y también
en centro religioso de todo Israel, ya que allí instaló el arca de la alianza
(6.1–23). Los libros de Samuel
presentan a David con todos los atractivos de un héroe: bien parecido, fiel en
la amistad, músico, poeta, guerrero valeroso y líder extraordinario. La
historia de su ascensión es al mismo tiempo la historia de la caída de Saúl.
Pero el relato bíblico no oculta sus pecados: el adulterio con Betsabé y el
asesinato de Urías. El largo reinado de
David no logró eliminar por completo el antagonismo entre el norte y el sur, de
manera que la unidad de las tribus fue siempre precaria. Una prueba de ello
fueron las rebeliones que debió afrontar David, en particular el levantamiento
dirigido por su hijo Absalón (2 S 15.1–6; 19.42–20.2). A la muerte de David, en
medio de las intrigas de la corte real, lo sucedió su hijo Salomón (1 R
1–2). Los reyes de Israel y
Judá después de David. Salomón llevó a cabo el proyecto que su padre no había
podido realizar (1 R 8.17–21) y erigió un lugar de culto que tendría en el
futuro una enorme importancia en la vida religiosa y cultural de Israel. La
importancia de dicho templo se pone de manifiesto, sobre todo, en la plegaria
pronunciada por el rey durante la fiesta de la dedicación (1 R 8.23–53). Pero no todo fue gloria
y magnificencia en el reino de Salomón. La Biblia también deja entrever los
aspectos negativos de su reinado, como fueron las concesiones hechas a la
idolatría y las excesivas cargas impuestas al pueblo. Las construcciones
llevadas a cabo por el rey exigían pesados tributos y una considerable cantidad
de mano de obra. Para muchos israelitas, estos excesos traicionaban los ideales
que habían dado su identidad y su razón de ser al pueblo de Dios (cf.{cf. compárese}
1 S 8), y un profundo descontento se extendió por el país, en especial, entre
las tribus del norte. Como consecuencia de este malestar resurgieron los viejos
antagonismos entre el norte y el sur (cf.{cf. compárese} 2 S 20.1–2), y así
terminó por quebrantarse el intento de unificación llevado a cabo por David (cf.{cf.
compárese} 2 S 2.4; 5.3). Después de la muerte de
Salomón, el reino davídico se dividió en dos estados independientes: Israel
al norte y Judá al sur; este último con Jerusalén como capital. El texto bíblico
narra en qué circunstancias se produjo la separación y cómo el cisma político
trajo consigo el cisma religioso (1 R 12). Luego presenta en forma paralela la
historia de los dos reinos, que en muy pocas ocasiones lograron superar su
antigua rivalidad. Según los libros de los
Reyes, la historia de Israel y de Judá, a lo largo de todo el período monárquico,
fue una cadena ininterrumpida de pecados e infidelidades, y los principales
responsables de esta situación fueron los reyes mismos. A ellos les correspondía
gobernar al pueblo de Dios con sabiduría (cf.{cf. compárese} 1 R 3.9); pero en
realidad hicieron todo lo contrario. Por eso no fue un hecho casual que Israel y
Judá terminaran por caer derrotados y dejaran de existir como naciones
independientes (2 R 17.6; 25.1–21). Los profetas. En este
contexto proclamaron su mensaje los más grandes profetas de Israel. Ellos
vieron con extraordinaria lucidez el desorden que reinaba en la sociedad. El
pueblo de Israel no era lo que Dios quería y esperaba de él. El Señor había
formado y cuidado a su pueblo, como el labrador planta y cultiva su viña, y
esperaba de él buenos frutos. Pero sus esperanzas quedaron frustradas porque la
viña del Señor, en vez de dar buenos frutos, había producido uvas agrias (Is
5.1–7). El pecado de Israel estaba grabado «con punta de diamante» y con «cincel
de hierro» en la piedra de su corazón (Jer 17.1). Pero como el Señor no
quiere la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva (Ez 18.23),
envió a sus servidores, los profetas, para llamarlo a la conversión. Los profetas nunca
dejaron de reconocer que el Señor había elegido a Israel. Pero esta elección
divina, mucho más que un privilegio, era para ellos una responsabilidad. Ni el
culto, ni el templo, ni la dinastía davídica ni el recuerdo de las acciones
pasadas de Yavé ofrecían ya una garantía incondicional y automática, porque
el Señor ha dado a conocer… »…en qué consiste lo
bueno y qué él espera de ti: que hagas justicia, que
seas fiel y leal y que obedezcas humildemente a tu Dios». (Miq 6.8) También el profeta Amós
ha expresado esta idea con toda claridad y precisión: «Sólo a ustedes he
escogido de entre todos los pueblos de la tierra. Por eso habré de
pedirles cuentas de todas las maldades que han cometido». (Am 3.2) Otro tema central de la
predicación profética es la fidelidad al culto de Yavé. Ese tema se
encuentra, sobre todo, en Oseas, Jeremías y Ezequiel. Ellos denunciaron la
idolatría en todas sus formas (cf.{cf. compárese}, por ejemplo, Os 4.1–14;
Jer 2.23–28) y, con tal finalidad, utilizaron ampliamente el simbolismo
conyugal: Yavé era el esposo de Israel, pero los israelitas se comportaban como
una esposa infiel, que engaña a su marido y se prostituye con el primero que
pasa (cf.{cf. compárese}, entre muchos otros textos, Os 2; Ez 16; 20). Era
preciso, por lo tanto, volver a la fidelidad perdida (Jer 2.1–3), antes que
fuera demasiado tarde (Jer 4.1–4). Los profetas condenaron
también el orgullo y la ambición de las clases dirigentes, que no mostraban la
menor preocupación por el destino de su pueblo. La gente humilde era víctima
de jefes sin escrúpulos, que creían que todo les estaba permitido (cf.{cf.
compárese} Am 2.6–8). Ante el espectáculo generalizado de la venalidad y la
corrupción, ellos manifestaron decididamente su solidaridad con las víctimas
de la injusticia y denunciaron sin reserva a los opresores. Según sus enseñanzas,
la fidelidad al Señor debía manifestarse no sólo en la observancia de ciertas
prácticas cultuales y religiosas, sino también, y sobre todo, en el ámbito de
las relaciones sociales. Sin la práctica de la justicia, el culto puramente
exterior era abominable para el Señor (Is 1.10–20; Am 5.21–24). La caída de Jerusalén.
Los profetas anunciaron repetidamente que Jerusalén sería destruida y que sus
habitantes caerían bajo la espada de sus enemigos, o serían llevados al
exilio, si no se volvían al Señor de corazón. Pero ni el pueblo ni sus
gobernantes hicieron caso a la palabra del Señor, y aquellos anuncios se
cumplieron. El ejército de Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitió la ciudad
santa, y esta no pudo resistir al asedio. Los invasores entraron en Jerusalén,
la saquearon, incendiaron el templo, se llevaron sus tesoros y vasos sagrados, y
deportaron al sector más representativo de la población (2 R 25.1–21). El
Salmo 74.4–9 describe con hondo dramatismo aquella catástrofe: «Tus enemigos cantan
victoria en tu santuario; ¡han puesto sus banderas extranjeras sobre el portal
de la entrada! Cual si fueran leñadores
en medio de un bosque espeso, a golpe de hacha y martillo, destrozaron los
ornamentos de madera. Prendieron fuego a tu
santuario; ¡deshonraron tu propio
templo derrumbándolo hasta el suelo! Decidieron destruirnos
del todo; ¡quemaron todos los
lugares del país donde nos reuníamos para adorarte! Ya no vemos nuestros símbolos
sagrados; ya no hay ningún profeta, y ni siquiera sabemos lo que esto durará». El exilio. Comparado con
la historia de Israel en su conjunto, el período del exilio fue relativamente
breve: unos sesenta años desde la primera deportación (2 R 25.18–21) hasta
el edicto de Ciro (2 Cr 36.22–23). Sin embargo, fue uno de los más ricos y
fecundos en la historia de la salvación. Los israelitas meditaron sobre la catástrofe
que les había acontecido, y esperaron con impaciencia que el Señor volviera a
intervenir una vez más en favor de su pueblo (cf.{cf. compárese} Sal 137). Una vez que se cumplió
el término fijado por Dios (cf.{cf. compárese} Jer 29.10), los exiliados
escucharon la voz de los profetas que les anunciaban el fin del cautiverio y una
pronta liberación (cf.{cf. compárese} Is 40–55). Cuando cayó Jerusalén,
el rey Nabucodonosor estaba en el apogeo de su gloria. Pero a su país debía
llegarle «el momento de estar también sometido a grandes naciones y reyes
poderosos» (Jer 27.7). Los primeros indicios de la declinación de Babilonia se
sintieron hacia el 546 a.C.{a.C. antes de Cristo}, cuando apareció en el
escenario del Próximo Oriente Antiguo un nuevo protagonista: Ciro, el rey de
los persas. Entonces los exiliados pudieron esperar su liberación y el fin de
la catástrofe (cf.{cf. compárese} Is 40–55). Esta se realizó en el año 539
a.C.{a.C. antes de Cristo}, con la caída de Babilonia. La vuelta del exilio. El
edicto de Ciro—del que la Biblia conserva dos versiones (Esd 1.2–4;
6.3–5)—autorizó a los deportados el regreso a Palestina. Este retorno fue
paulatino. La primera caravana de repatriados llegó a Judá al mando de
Sesbasar (Esd 1.5–11), que era una especie de alto comisario del imperio
persa. Pero Sesbasar desapareció pronto de la escena y en lugar de él apareció
Zorobabel. La reedificación del templo, que había empezado Zorobabel con mucho
entusiasmo, se vio obstaculizada por las hostilidades de los samaritanos; pero
estimulado por los profetas Hageo y Zacarías, Zorobabel puso de nuevo manos a
la obra y en el año 515 a.C.{a.C. antes de Cristo} el templo quedó terminado. A partir del edicto de
Ciro fueron llegando a Jerusalén sucesivas caravanas de repatriados. Muchos
otros judíos, en cambio, prefirieron quedarse en la diáspora, donde habían
prosperado económicamente, llegando a desempeñar, algunas veces, cargos de
importancia como funcionarios del imperio persa (cf.{cf. compárese} Neh 2.1). Con el paso del tiempo,
la situación política, social y religiosa de Judea se fue deteriorando cada
vez más. Entre los factores que contribuyeron a ese proceso hay que mencionar
las dificultades económicas, las divisiones en el interior de la comunidad y,
muy particularmente, la hostilidad de los samaritanos. Nehemías, que a pesar
de ser judío era un alto dignatario en la corte del rey Artajerjes I, se enteró
de que la ciudad de Jerusalén aún se encontraba casi en ruinas y con sus
puertas quemadas. Entonces solicitó y obtuvo ser nombrado gobernador de Judá
para acudir en ayuda del pueblo. Su valentía y firmeza superaron todas las
dificultades, y en muy poco tiempo se restauraron los muros de la ciudad. Luego
se dedicó a repoblar la ciudad santa, que estaba casi desierta, y tomó severas
medidas para defender a los más desvalidos y para reprimir algunos abusos (Neh
5.1–12), siendo él mismo el primero en dar el ejemplo (Neh 5.14–19). Un
tiempo después volvió por segunda vez a Jerusalén y completó la reforma que
había iniciado (Neh 10). Esdras, sacerdote y
escriba que también había estado en Babilonia, desempeñó un papel igualmente
importante en esta acción reformadora. La diáspora. Como ya lo
hemos recordado, muchos deportados a Babilonia, siguiendo los consejos de Jeremías
(29.4–7), se dedicaron al cultivo de la tierra y a otras actividades
rentables, y así lograron constituir en el exilio colonias muy florecientes.
Por eso, cuando Ciro autorizó el regreso, renunciaron a volver a Palestina. Más tarde a estas
colonias judías en territorio extranjero, se fueron sumando muchas otras,
formadas por las olas sucesivas de judíos que emigraban de Palestina para
probar fortuna en el exterior. De este modo, en el siglo I a.C.{a.C. antes de
Cristo}, muchos emigrados judíos o los descendientes de ellos estaban
diseminados por todas las regiones del mar Mediterráneo. Al conjunto de estas
comunidades judías se le da el nombre de «diáspora», palabra de origen
griego que significa «dispersión» (cf.{cf. compárese} Stg 1.1; 1 P 1.1). Por la influencia de
estas comunidades de la diáspora, numerosos paganos se convirtieron al monoteísmo
judío. Algunos aceptaban solo algunos preceptos, y estos convertidos se
llamaban «temerosos de Dios». Otros, más fervorosos, se sometían por
completo a la ley mosaica y franqueaban la última etapa, sometiéndose a la
circuncisión. Estos formaban el grupo de los «prosélitos». Según Hechos de
los Apóstoles, los primeros misioneros cristianos encontraron por todas partes
«prosélitos» y «temerosos de Dios» (cf.{cf. compárese} Hch 2.11; 10.2;
13.16,43). El período
intertestamentario. Entre el último de los libros del Antiguo Testamento y los
escritos más antiguos del Nuevo, transcurre un período llamado «intertestamentario».
Para comprender mejor esta etapa es necesario recordar que en ella Israel vivió
más que nunca de una promesa. La promesa hecha a Abraham, renovada a Moisés
bajo la forma de alianza, luego a David, y recordada constantemente por los
profetas, era el aliciente que mantenía viva la esperanza del pueblo. Esta esperanza persistió
bajo distintas formas a través de las vicisitudes de su historia, renaciendo
cada vez renovada y tendida siempre hacia el futuro. A partir de las pruebas del
exilio y de la desaparición de la realeza, ella estuvo centrada, sobre todo, en
la figura del Mesías, el nuevo David. Los que esperaban al Mesías
tendían a representarse su reinado bajo aspectos puramente terrestres, como la
conquista y la dominación de los pueblos paganos que tantas veces habían
oprimido a Israel. En este sentido se
reinterpretaban los antiguos anuncios proféticos, como este de Amós: «‘El día viene en
que levantaré la caída choza de David. Taparé sus brechas, levantaré sus
ruinas y la reconstruiré tal como fue en los tiempos pasados, para que lo que
quede de Edom y de toda nación que me ha pertenecido vuelva a ser posesión de
Israel’. El Señor ha dado su palabra, y la cumplirá». (Am 9.11–12 DHH{DHH
Dios Habla Hoy (Versión popular española)}3) Esta perspectiva era la
más corriente, aunque no exclusiva, en tiempos de Jesús. Al lado de ella
encontramos la llamada «corriente apocalíptica». El adjetivo «apocalíptico»
viene de apokaŒlypsis, palabra griega que significa «revelación». Todo
apocalipsis, en efecto, es una revelación sobre el sentido profundo de la
historia humana. Porque en la historia se realiza un misterioso designio de
Dios, que solo puede darlo a conocer la revelación divina. Según este plan, al
fin de los tiempos Dios va a triunfar sobre el mal y a enjugar las lágrimas de
sus fieles (cf.{cf. compárese} Ap 21.4). Pero mientras llega el fin, el mal
despliega todo su poder y persigue al pueblo de Dios, hasta el punto de infligir
una muerte violenta a muchos creyentes. En este contexto, el apocalipsis quiere
dar una palabra de consuelo, de aliento y de esperanza al pueblo de Dios
perseguido. La lectura de estos
escritos es apasionante pero difícil. En parte, por las constantes alusiones
históricas que se encuentran en ellos, y que requieren un buen conocimiento de
las circunstancias en que se redactaron esos escritos. Y aún más, por el
empleo del «género apocalíptico», es decir, de una forma literaria que se
caracteriza, sobre todo, por el constante recurso al lenguaje simbólico. El Nuevo Testamento.
Después de haber hablado a nuestros padres por medio de los profetas, Dios envió
a su Hijo Jesucristo—su Palabra eterna, que ilumina a todos los seres
humanos—«para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida
eterna» (Jn 3.16). Una vez bautizado por
Juan (Mc 1.9–11), Jesús volvió a Galilea y comenzó a anunciar la buena
noticia de Dios (Mc 1.14–15). Reunió a su alrededor un grupo de discípulos,
«para que lo acompañaran y para mandarlos a anunciar el mensaje» (Mc 3.14).
Los evangelios, sin embargo, nos muestran que los discípulos estuvieron muy
lejos de entender, desde el comienzo, quién era en realidad aquel con quien
convivían tan íntimamente (Mc 8.14–21). Pero Jesús les anunció que el
Paracleto—el «Espíritu de la verdad»—les haría conocer toda la verdad (Jn
14.26; 15.26; 16.13). Este anuncio se cumplió el día de Pentecostés, cuando
la comunidad reunida en oración recibió la luz y la fuerza del Espíritu Santo
(Hch 2.1–4). Estos primeros discípulos,
que fueron desde el comienzo «testigos presenciales» de lo que Jesús hizo y
enseñó, recibieron de él «el encargo de anunciar el mensaje» (Lc 1.2), y
con el poder del Espíritu Santo (Hch 1.8) dieron testimonio de lo que habían
visto y experimentado: «Porque lo hemos visto y lo hemos tocado con nuestras
manos» (1 Jn 1.1). Los que creyeron en la
buena noticia, a su vez, formaron comunidades cuyos miembros «seguían firmes
en lo que los apóstoles les enseñaban, y compartían lo que tenían, y oraban
y se reunían para partir el pan» (Hch 2.42). Y en la vida de estas comunidades
fueron surgiendo los escritos del Nuevo Testamento. Aquí es importante
tener en cuenta que el orden de los libros en el canon del Nuevo Testamento no
corresponde al orden cronológico en que se redactaron los libros. Entre los escritos más
antiguos están las cartas paulinas. El apóstol, en efecto, anunciaba el
evangelio de viva voz (cf.{cf. compárese} Hch 13.16; 14.1; 17.22). Pero a
veces, estando lejos de alguna de las iglesias fundadas por él, se vio en la
necesidad de comunicarse con ella, para instruirla más en la fe, para animarla
a perseverar en el buen camino, o para corregir alguna desviación (cf.{cf. compárese},
por ejemplo, Gl 1.6–9). Así nacieron sus cartas, escritas para hacer frente a
los problemas de índole diversa que surgían, sobre todo, de la rapidez y
amplitud con que se difundía la fe cristiana. Aunque los materiales
utilizados por los evangelistas han sido transmitidos por los que «desde el
comienzo fueron testigos presenciales» (Lc 1.1), la redacción de los
Evangelios, tal como han llegado hasta nosotros, es posterior a las cartas
paulinas. Cada uno de estos cuatro
evangelios quiere responder a la pregunta que se hace todo el que se encuentra
con Cristo. Esta pregunta ya se la había hecho Pablo en el camino de Damasco,
cuando dijo: «¿Quién eres, Señor?» (Hch 9.5). Y también se la hicieron los
apóstoles, dominados por el miedo, cuando vieron la tempestad calmada a una
sola orden de Jesús: «¿Quién será este, que hasta el viento y el mar le
obedecen?» (Mc 4.41). Marcos pone de relieve
la realidad humana de Jesús, pero destaca al mismo tiempo su misteriosa
trascendencia. Llevándonos de pregunta en pregunta, de respuesta en respuesta,
de revelación en revelación, nos conduce en forma progresiva de la humanidad
de Cristo a su divinidad, haciéndonos descubrir en «el carpintero, hijo de María»
(6.3), primero al Mesías Hijo de David (8.29) y luego al Hijo de Dios (15.39). En un relato más
extenso que el de Marcos, Mateo presenta a Jesús—hijo de Abraham e hijo de
David (1.1)—como el Mesías que lleva a su cumplimiento todas las esperanzas
de Israel y las sobrepasa a todas. Apoyándose constantemente en las profecías
del Antiguo Testamento, muestra cómo Jesús las realiza plenamente, pero de una
manera que el pueblo judío de su tiempo ni siquiera alcanzó a sospechar: «Todo
esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del
profeta» (1.22; cf.{cf. compárese} 2.17; 4.14; 8.17; 26.56). Lucas destaca, sobre
todo, la misión de Jesucristo como Salvador universal (cf.{cf. compárese}
2.29–32). Es el evangelio proclamado por el ángel de Belén: «Les traigo una
buena noticia, que será motivo de gran alegría para todos: Hoy les ha nacido
en el pueblo de David un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (2.10–11).
En las parábolas de la misericordia divina, Lucas anota que la alegría de la
salvación no sólo resuena en la tierra, sino que regocija también al cielo y
a los ángeles (15.7,10); la vuelta del hijo pródigo a la casa de su padre se
festeja con júbilo (15.22–24), y el gozo del perdón y de la salvación llega
también a la casa de Zaqueo, que recibió a Jesús con alegría (19.6). Se le ha llamado al
Evangelio de Juan “evangelio espiritual”, debido a la profundidad con que ha
sabido penetrar en el misterio de Cristo. Jesús es la Luz del mundo, el Pan de
vida, el Camino, la Verdad y la Vida, la Resurrección y la Vid verdadera. Él
es la Palabra eterna del Padre, que existía desde el principio y que se hizo «carne»—es
decir, hombre en el pleno sentido de la palabra—y «acampó entre nosotros» (Jn
1.14, NBE{NBE Nueva Biblia Española}). Él es la manifestación suprema del
amor de Dios, que no vino a condenar sino a salvar. Pero también exige de sus
seguidores una opción fundamental: «¿También ustedes quieren irse?» «Señor,
¿a quién podemos ir? Tus palabras son palabras de vida eterna» (6.67,68). Además de las cartas
paulinas, el Nuevo Testamento incluye otras cartas apostólicas, que llevan los
nombres de Santiago, Pedro, Juan y Judas, el hermano de Santiago. En su mayor
parte, estas cartas no se dirigen a personas o a comunidades particulares, sino
a grupos más amplios (cf.{cf. compárese}, por ejemplo, 1 P 1.1). En ellas se
reflejan las dificultades que debieron afrontar los primeros cristianos en medio
de la hostilidad de los paganos. Debemos agregar aquí la Epístola a los
Hebreos, considerada más como un sermón de exhortación que invita a los
cristianos a permanecer fieles en la fe de Jesucristo, en medio de una situación
adversa. Por último, el libro
del Apocalipsis—palabra griega que significa Revelación—anuncia el triunfo
final del Señor. Se designa el día de este triunfo final de Cristo como el de
las «Bodas del Cordero»: «Alegrémonos, llenémonos
de gozo y démosle gloria, porque ha llegado el momento de las bodas del Cordero».
(Ap 19.7) Por eso, el Apocalipsis
proclama con júbilo: «Felices los que han
sido invitados a la fiesta de bodas del Cordero». (Ap 19.9) Con esta bienaventuranza
llega a su término el libro del Apocalipsis, cuyas palabras finales son un
canto nupcial: «¡Ven!», dice la esposa del Cordero, y ella escucha una voz
que le responde: «Sí, vengo pronto» (Ap 22.17, 20 DHH{DHH Dios Habla Hoy
(Versión popular española)}3). Conclusión El Dios que se revela en
la Biblia ha intervenido en la historia humana para hacer de ella una historia
santa. Los acontecimientos del Antiguo Testamento anunciaban, prefiguraban y
realizaban parcialmente lo que en el Nuevo Testamento llegaría a su pleno
cumplimiento. Si la Pascua de Cristo trae al mundo la plenitud de la salvación,
la pascua de Moisés fue la aurora de nuestra salvación. La liberación del
pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto preanunciaba asimismo la liberación
de toda la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. Este mismo
movimiento de la historia continúa, se prolonga y se expande en la vida de la
Iglesia, que escucha, vive y anuncia la Palabra hasta los confines de la tierra
(cf.{cf. compárese} Hch 1.8). Descubre La Biblia, (Miami, FL USA: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998. |